En el segundo tercio del siglo XIX, florecieron en Madrid los llamados pasajes comerciales, siguiendo la línea de los construidos en otras capitales europeas.
Eran galerías abiertas en el interior de una manzana de edificios, que comunicaban dos calles, donde tenían su sede tiendas de lujo y cafés destinados a un público selecto.
Pero, a diferencia de lo ocurrido en París o Londres, donde este modelo de negocio se consolidó rápidamente, en nuestra ciudad constituyó un sonoro fracaso, ante la ausencia de una tradición consumista, equiparable a la de aquellas urbes.
Éste es el caso del Pasaje del Comercio, situado entre las calles de la Montera, a la altura del número 33, y de las Tres Cruces. También era conocido como Pasaje de Murga, en recuerdo del financiero Mateo Murga, quien lo fundó en 1845.
Tan sólo un año después de su apertura, la compañía propietaria tuvo que abandonar el proyecto. Y, aunque hubo intentos posteriores de relanzamiento, ninguno de ellos tuvo el éxito esperado, al menos de forma prolongada.
Pese a todo, el pasaje todavía sigue abierto, si bien sus instalaciones nada tienen que ver con las primitivas. Las transformaciones introducidas a lo largo del tiempo no sólo han alterado la fisonomía arquitectónica original, sino también el planteamiento comercial, pues los lujosos establecimientos del principio han dejado paso a tiendas más populares y de urgencia, como los típicos "Compro Oro".
Descripción
El Pasaje del Comercio (o Pasage, como reza en la placa identificativa, instalada en el acceso de la Calle de la Montera) fue proyectado por el arquitecto Juan Esteban Puerta, quien aprovechó un antiguo pasadizo configurado por los fondos de los patios interiores de varias casas.
Estaba formado por dos galerías corridas con arcos de medio punto, levantadas a ambos lados de un patio al aire libre, de planta rectangular, en cuyos entresuelos estaban dispuestas las tiendas y cafeterías.
Con el paso de los años, se han ido añadiendo plantas a estas galerías, hasta desvirtuar por completo el diseño inicial.

En cualquier caso, constituye un espacio singular, que todavía conserva un cierto sabor decimonónico, apreciable, principalmente, en la decoración exterior, a base de grecas, coronas de laurel y otros motivos vegetales, y en la forja de sus balcones y puertas.
No fue el único pasaje comercial de la época, pero sí el único que ha conseguido sobrevivir, junto con el célebre Pasaje de Matheu (1843-1847) de la Calle de Espoz y Mina, del que hablaremos en otra ocasión, reconvertido hoy día en una concurrida zona de bares y restaurantes.
Peor suerte corrieron el Pasaje del Iris (1847), entre la Calle de Alcalá y la Carrera de San Jerónimo, y la Galería de San Felipe, en la Plaza de Herradores.